A veces me han preguntado si es posible aprender a tocar un instrumento como el violín de forma autodidacta. Yo suelo contestar que, a un nivel profesional, no, pero al rato de haberlo dicho empiezo a dudar, y pienso en Ole Bull.

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Cuando tenía veinte años de edad, Ole Bull llegaba lleno de esperanza a bordo de una diligencia a la imponente capital de Francia para buscar el destino que llevaba soñando desde que abandonó la cuna. Un destino alimentado por su pasión por la música, y más certeramente, por la música de violín.

Los inicios

Ole Bull niñoOle (o Olaus) Bull no podría recordar ningún momento de su biografía en el que no lo había acompañado un violín. Había nacido en 1836, como una estrella solitaria, iluminando el a menudo oscuro cielo noruego. Desde que sus manos aferraron su primer instrumento, barato y tosco, comprado en una feria, nunca había dejado de tocar toda música que se cruzara con él.

A los seis años podía ya reproducir de inmediato cualquier melodía que escuchara en alguna actuación pública o tocada por la calle.

Sólo dos años más tarde, dejó estupefactos a un grupo de profesionales al tocar a primera vista la parte de violín del Cuarteto de Pleyel. Aunque nadie le había enseñado nunca solfeo, había encontrado por sí mismo la manera de aprender a leer partituras.

Al fin, a los 10 años, recibió algunas breves clases de música del violinista sueco Mathias Lundholm, un discípulo de Baillot y director de orquesta en Gotenburgo, quien le enseñó a tocar solos de Lafont, Rode, Viotti, el propio Baillot y Spohr.

Sin embargo, Ole Bull había sido destinado por su familia a la vida eclesiástica y, constreñido por los estudios que esta imposición le acarreaba, buscaba constantemente con sus pensamientos la evasión de la música, el objeto real de su vocación. Más tarde, por presiones de su padre, inició los estudios en leyes, pero de nuevo su verdadera pasión se interpuso, y lo llevó a escapar, desterrándose a si mismo de Noruega, buscando entregarse por entero a la música y al violín.

Y llegamos de nuevo al momento en que nuestro protagonista llegó a París, una ciudad envuelta en aquel entonces en una mortífera epidemia de cólera que cercenaba vidas a millares. Sin amigos, sin mentores, extranjero perdido en Europa, Ole Bull había viajado de país en país con la única compañía confortadora de su violín, buscando audiciones, intentando establecer contactos, ser escuchado, sin ningún éxito. Su frustración aumentaba, su desazón se enconaba, sus recursos se extinguían. Hasta que una noche, al volver a su miserable habitación de una oscura y sórdida pensión de Paris, recibió el golpe definitivo: todo su austero equipaje, y su único tesoro, su violín, habían desaparecido.

Lo siguiente que leemos sobre él nos lo muestra consumido por la desesperación, vagando durante tres días sin destino por las calles de París hasta que, supuestamente se arrojó al río Sena. Podría haber sido el fin, sin haber siquiera comenzado, de uno de los más portentosos violinistas de todos los tiempos, pero lo cierto es que, por su propio pie o por una mano desconocida, consiguió salir de allí. Otras versiones de la historia desdeñan este suceso, y hablan de adicción al juego, de subastas de sus pertenencias para sobrevivir, de alojamientos a crédito en escuelas de música, de sus problemas de melancolía.

Pero la rueda de la fortuna gira: una madre cuyo hijo acababa de fallecer de cólera, encuentra en el joven Ole un parecido físico tan grande con él que, conmovida, le ofrece su casa y cubre sus necesidades de manutención.

La cruel epidemia parece entonces alejarse de París, un violín prestado ayuda al portentoso noruego a perseverar en su búsqueda de que la música gratifique su devoción por ella, y en cierta medida lo consigue. Su nombre empieza a adquirir cierta reputación con la que conseguirá un concierto importante: 1.200 francos que alejan el fantasma de la penuria.

Viaje por Europa

Animado por estos primeros éxitos, viaja a Suiza y después a Italia. Mientras está en este último país, alojado en la ciudad de Bolonia, Ole Bull siente el repentino impulso de componer algo. Y en seguida comienza a emocionarse al sentir que la música adquiere forma en su cabeza. Toma entonces su violín para interpretar las ideas que afloran con singular intensidad. La fortuna interviene de nuevo: en ese preciso instante, por el pasillo del hotel en el que se encontraba alojado, camina la famosa cantante española Isabella Colbrán, (esposa del más famoso aún Gioachino Rossini) , quien queda impresionada con lo que escuchaba, y se apresura a transmitir su hallazgo al poderoso director de la Sociedad Filarmónica. Este, sabedor de la inteligencia y perspicacia de la señora Rossini, se dirige de inmediato a él para que actúe frente al exigente público italiano. Su éxito fue total.

Una vez abierto el corazón de la audiencia, Ole Bull encadenó éxito tras éxito: Lucca, Florencia, Milán, Roma y finalmente Venecia, donde provocó un auténtico furor.

Así, pudo volver a París con nueva energía y mejores auspicios, presentándose en la Ópera de París nada menos que como el más grande desde Paganini.

La sombra de Paganini.

A Ole Bull siempre se le ha comparado con el diabólico italiano. El Paganini noruego, o el imitador de Paganini, son algunos de los términos que se usan al referirse a él. Ciertamente la sombra de la leyenda del misterioso genovés eclipsa a todo violinista con el que se le pueda comparar, incluso hasta hoy.

La historia habla de un jovencísimo Bull, en su época más mísera, vendiendo su última camisa decente para adquirir una de las entradas más baratas de la Ópera de París y escuchar, rodeado de una multitud fervorosa, al legendario ser cuyas habilidades musicales no parecen humanas. El público, electrizado como siempre en cualquier exhibición de Paganini, grita y aplaude enardecido. Ole Bull, tras aplaudir junto a los demás, se marcha pensativo, ante la certeza de que algo más es posible. Un pensamiento y una obsesión que lo acompañará mucho tiempo, en sus viajes de Suiza e Italia, hasta que llega un momento en el que comprende que debe seguir a su propio genio.

Y es que, tras Paganini, muchos han seguido su camino pisando sus mismas huellas, y no es falso que Ole Bull también lo escuchó y aprehendió de él las increíbles posibilidades que se abrían. Pero, si hacemos caso a quienes lo escucharon, su marcado carácter y vivo temperamento lo mantuvieron alejado de la pura imitación.

El misterio de un autodidacta total.

Y es que Ole Bull nunca tuvo un maestro. Ni lo quiso. Descubrió siempre todo lo importante absolutamente solo, ningún profesor pudo enseñarle nada, todo lo asimiló mediante la pura escucha y observación, con la ayuda del trabajo solitario y concentrado.

Que sea posible llegar a tanto en el campo de la interpretación de un instrumento tan ingrato como el violín sin una guía que no sea la propia intuición, la propia inteligencia y el propio afán, es un fenómeno del que no conozco otro ejemplo.

Pero no solo asaltó y dominó los misterios de la interpretación con sus únicos medios, también se enfrentó con los aún más complejos de la composición y, también de un modo absolutamente autodidacta. Se decía que no conocía ni la más elemental regla de este arte, ni siquiera hubiera sabido nombrar un simple acorde ¿cómo es posible que escribiera obras completas para múltiples instrumentos? Suponemos que tomaba una partitura, la examinaba, la estudiaba, pensaba sobre ella, extraía sus conclusiones, y deducía lo importante de las relaciones musicales. Y a partir de ahí concebía sus propias composiciones.

Los críticos afirman ver en sus obras las consecuencias de este método. «Son impulsivos y efectistas, con una exquisita instrumentación y una dulce comprensión de la melodía, pero deficientes en coherencia y estructura.»

Además, tenía una carencia increíble de obras de estudio para su práctica. Todos sabemos que, a un nivel profesional, todo intérprete tiene un montón de recursos que trabajar: golpes de arco, escalas y estudios de todo tipo que hay que trabajar a diario para llegar a la excelencia: él apenas tenía ningún manual ni obra con la que trabajar para perfeccionar su ejecución, en oposición a todas las nociones que nos han inculcado sobre el aprendizaje. Cuando leí sobre esto recordé a otro talento natural al que tal vez se le podría asociar: Stéphane Grappelli, y una cita suya que siempre me ha intrigado, la transcribo de memoria: «Yo nunca practico, yo sólo toco».

Se dice que en su método de trabajo empleaba sobre todo la mente, y mucho menos las manos. Las manos sólo llevarían a cabo lo que él, con su sensibilidad y talento, habría estado trabajando en su espíritu. En contraposición a esos hábitos de repetición infinita, mecánica, robótica y con la mente puesta en otra parte, que algunos métodos tanto alienan en los estudios de música, su éxito habría estado basado en la profundización concentrada e intensa sobre un problema, a todas horas del día, aunque no estuviera con un violín en las manos.

Quizás algunos estarían tentados de seguir sus pasos. Pero creo que solo algunos seres muy especiales, en los que convergen un talento descomunal y un carácter irreductible, pueden llegar a encontrar su camino sin la guía de un buen maestro.

Su estilo

Obviamente no existen grabaciones con las que juzgar su arte, así que nos fiaremos de lo que escribieron quienes lo escucharon.

«Poseía un sonido especialmente dulce y puro, con unos armónicos delicados, un rápido y perfecto staccato, una ejecución de dobles cuerdas que sólo pueden definirse en términos de deleite… No puedo dejar de referirme a la encantadora ejecución de sus consumados arpegios, formando una lluvia de notas finamente reguladas, ricas, redondas y muy distintas, aunque forjadas por ligeras ondulaciones del arco, que dejan en el aire, como un enigma, nuestras nociones de causa y efecto. Para alcanzar la amplia gama de efectos que su imaginación a veces dictaba, parece (otra maravilla) que sometió su violín a algún proceso alternativo, para lo cual lo habría abierto como una ostra.

Las maneras y la conversación de este joven artista, durante el tiempo que estuvo despertando admiración en Inglaterra, transmitió una impresión de genialidad imposible de confundir. Y sus ocasionales brotes de entusiasmo servían para añadir interés a la modestia que atemperaba y dignificaba su carácter. En sus hábitos era muy comedido, evitando sabiamente expresar, por medio de una gestualidad artificiosa, el ardor espontáneo de su temperamento eminentemente vital.»

La historia de Ole Bull termina bien. Amasó una fortuna, compró un territorio equivalente a 45km2 en Estados Unidos, a la que llamó Nueva Noruega (y que hoy constituye el Parque Natural Ole Bull State Park) y se convirtió en la mayor celebridad de la historia de Noruega.

Murió en 1880, 25 años antes de que se cumpliera el único deseo que le quedaba por cumplir: que Noruega fuera un estado soberano, independiente de Suecia. En aquel entonces su fama había llegado a tal punto que la procesión funeraria que le dedicaron fue tal vez la más espectacular que su país hubiera conocido. El barco que transportaba sus restos fue guiado por quince embarcaciones a vapor y acompañado de cientos de embarcaciones más pequeñas.

Ole Bull tocando el violín

Este es un documental sobre su música protagonizado por dos hermanas violinistas de gran talento. Lamentablemente sólo lo he encontrado en inglés: