Una de las cosas buenas de tener este ¿blog? ¿web? ¿diario? ¿comunidad? es que te permite conectar con personas de todo el mundo con las que compartes vivencias, reflexiones, emociones, y ese repentino descubrimiento de que alguien en algún lugar ha sentido lo mismo que tú, de que mucha gente te acompaña en tu experiencia vital aunque nunca la hayas llegado a conocer, me produce una gran sensación de plenitud.

«Eso es lo que yo he sentido» «así me afectó a mí» «eso es realmente lo que esa música significa para mí» «yo viví lo mismo», son frases que me digo a veces cuando leo, cuando escucho música, cuando veo una película o simplemente alguien me cuenta alguna experiencia. Reconocernos en otros, o reconocer circunstancias de nuestra vida en la de otros, nos hace sentirnos acompañados, consolados.

Hace un par de meses llegó un paquete por correo, un paquete que albergaba un libro con una sugerente portada en la que un niño se postraba sujetando un violín, presumiblemente como reverencia final tras alguna actuación. La mano afortunada se titulaba (se titula) y aventuré en un primer momento, sugestionado por la imagen del supuesto niño prodigio violinista, que posiblemente la mano afortunada sería aquella agraciada con el don de obedecer y responder exactamente a los deseos e instrucciones del corazón y del alma. Esa que sólo tienen algunos elegidos.

Al libro lo acompañaba una carta, una de esas que ya apenas se reciben, puesto que casi todos enviamos ya nuestras palabras por el conducto oficial de la ubicua red, y en ella el autor del libro, José María Martín Ahumada, se presentaba y me saludaba, comentando los motivos y razones de su obra, su compartida afición por el estudio del violín, y algunas circunstancias personales que daban sentido a todo ello. Además se declaraba lector y seguidor de Deviolines.

Un inciso para compartir mis sospechas sobre el poco esperanzador futuro de esta web. Las nuevas generaciones leen cada vez menos, les resulta más cómodo y directo buscar vídeos, o podcasts, o meros tuits, tiktoks, stories de instagram, cualquier estímulo que dure poco tiempo y no requiera concentración ni esfuerzo. Leer (y cuando digo «leer», ya sabéis a qué me refiero) parece ya una actividad minoritaria, y su futuro, al menos en internet, un continuo declinar. Yo no seré jamás youtuber, ni streamer, ni tiktoker, porque no podría expresarme de la manera en que lo hago mediante la palabra escrita, y actuaría como un impostor. Así que probablemente todos estos artículos que voy dejando aquí tengan un número cada vez menor de lectores. Por eso me hace feliz cuando algún seguidor opina, comenta, pregunta o, como en este último caso incluso comparte una obra suya, y así sigue teniendo sentido seguir insistiendo con ello, seguir simplemente contando cosas.

Pero sigamos con el libro de José María. No voy a hacer ninguna crítica literaria, voy simplemente a hablar de las reflexiones que me ha provocado el libro. Pero antes, una cita del autor.

«Es una novela sobre padres e hijos, sobre influencias fatales o forzadamente benéficas, sobre hijos que destruyen a sus hijos con obsesiones heredadas, y también de hijos que son padres de sus padres y, antes que dejarse destruir, los salvan. Sobre un violinista, hijo de violinistas, condenado a engendrar violinistas; sobre un violinista destinado a ser cualquier otra cosa excepto violinista y que se empeña en serlo pese a la segunda derrota; sobre un hijo de violinista que huye de la fatalidad de su destino ganando el último partido de fútbol que jugará.»

Espero que me disculpe el autor por hacer público un párrafo de la carta personal que me escribió, pero me parece mucho más elocuente sobre lo que trata que nada de lo que yo pudiera decir.

Además, en la contraportada del libro, explica:

Por su temática, sus voces solistas sostenidas por un bajo continuo en obstinato y estructura en cuatro movimientos sinfónicos, La mano afortunada aspira a ser una pieza musical. De los tres monólogos y el diálogo que conforman la obra, quien habla es el falso protagonista de su discurso. Cada palabra está presa, es atraída y está impulsada por una fuerza gravitatoria tan irresistible, grave y presente como insidiosa. Entretejido en el discurso de cada uno están los ausentes, que son los auténticos protagonistas de esta novela aunque no se les escuche una palabra: en el primer movimiento, el padre de quien va a ser padre personificado en quien engendró el genio de Wolfgang Amadeus Mozart, el injustamente vilipendiado Leopold; en el segundo, la profesora de violín y un padre que se adentra en el océano para recuperar a su esposa perdida; en el tercero, el difunto hijo del molesto entrometido; en el cuarto, una madre cuya felicidad depende de que su hijo venza timideces y propicie un juego de seducciones e infidelidades. Y todos ellos, cada cual a su enrevesada manera, luchando por hacerse con una voz propia que les sea fiel: esa voz que es tan suya como esquiva. Y para finalizar, los inevitables bises. Porque un concierto sin bises no ha sido un buen concierto.

La novela está estructurada con las formas de una sinfonía, con cuatro movimientos y una especie de epílogo que podríamos identificar como los bises. Todas encabezadas por las indicaciones de tempo y carácter (Prestissimo furioso, Affettuoso, Scherzo, etc…) como si nos indicara a nosotros, lectores, con qué talante y predisposición debemos afrontar cada capítulo.

Cada una es un monólogo (salvo el scherzo) y en cada una cambia el narrador-solista, de tal modo que se nos presentan a menudo los mismos personajes o situaciones (motivos) pero desde distintos puntos de vista, del modo que me parecía ver la manera en que un compositor utilizando los materiales sonoros en su música, con motivos y figuras que se desarrollan y se transforman a lo largo de la obra.

Y es quizá el retrato de los personajes, que podría identificar con personas reales de mi propia vida, y que me parecen francamente arquetípicos, lo que más me ha gustado: un mitificado maestro en su altar de prestigio, el músico desdeñoso siempre displicente y despreciativo, el estudiante demasiado mayor «leñador de notas» que se sabe incapacitado para alcanzar sus anhelos, pero que descubre que lo que da la vida es el anhelo mismo, el músico bendecido por el don que se niega a cumplir el destino que le imponen otros, los padres que desean definirte, los hijos y sus reproches, los buenos maestros que te acompañan, el pesado vacío de los ausentes, lo que pudo haber sido y no olvidamos… todos desgranado a partir de pensamientos, o narrados por los pensamientos de otros.

El autor, melómano patente, con infinitas citas y referencias y con ese amor a la música que sólo tienen quienes no viven de ella, desgrana todas estas complejas relaciones que entreteje la música: los músicos, los maestros, padres e hijos, las personas amadas.

Sin concesiones a un convencional hilo narrativo, a gratificarnos con hitos que hagan fácil la lectura, podría parecer un poco ingrato y asfixiante el mundo de relaciones que se plantea, pero siempre está presente la música, que lo justifica todo, y a la que todos respetan y veneran.

¿Y qué será la mano afortunada? Podría ser lo que he sugerido al principio, o podría hacer referencia al cuadro de Magritte en el que un anillo gigante abraza a un piano de cola en un escenario solitario. Pero yo terminé la lectura con la idea de que la mano afortunada es toda aquella que se siente asida por otra mano cálida que la guía y la acompaña. La mano del maestro, la mano del padre, la mano del hijo, la mano del amado o de la amada.

Y simplemente me gustaría terminar agradeciendo a José María Martín Ahumada su bonito gesto enviándome su libro, y aun más compartiendo conmigo el porqué de su creación, su amor y su afición por el violín, y sus amables palabras acerca de Deviolines.