Entre las lecturas de este verano he podido por fin hacerme con este título del gran neurólogo y escritor Oliver Sacks, de quien ya había leído su fascinante «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero», y que en esta obra aúna magníficamente el estudio de sus dos grandes pasiones: la música y el cerebro.

A lo largo de sus cuatro secciones principales, Sacks nos acompaña en un repaso por multitud de casos sorprendentes en los que la música y alguna distorsión en el funcionamiento habitual de la mente, producen efectos imprevisibles.

El ser humano es el único animal que tiene el don de la música, es un fenómeno global en todas las sociedades y todas las épocas, lo que lleva a pensar cuánto de nuestra humanidad le debemos a ella y cuánto perderíamos sin ella.

¿Por qué la música es tan poderosa? a través de fenómenos como la amusia, el síndrome de Williams, la sinestesia, las alucinaciones, los gusanos auditivos, y muchos otras distorsiones neurológicas, Sacks va buscando, como un investigador privado, en qué lugar del cerebro reside la música, cómo nace y cuál es su razón de ser.

Creo que lo mejor para daros una idea del espíritu del libro es plasmar algunos casos relatados en él. Casos extraordinarios en los que la música, o su falta de ella, trastocó totalmente la vida de algunas personas.

Musicofilia repentina.

En 1994, Tony Cicoria, un cirujano ortopédico de Nueva York de 42 años, llamaba a su madre desde una cabina  telefónica mientras afuera caía una fuerte tormenta. Cuando se disponía a salir un rayo lo alcanzó golpeándolo en la cara y lanzándolo hacia atrás.

Tony sufrió el fenómeno conocido como autoscopia, por el que se veía desde fuera echado en el suelo mientras diversas personas le atendían y pensó: «estoy muerto». Vivió las ya documentadas experiencias de cercanía a la muerte como una sensación de paz y plenitud, una recopilación de toda su vida a gran velocidad y una gran luz blanquecina, mientras se decía «esta es la sensación más maravillosa que se puede tener» hasta que, de repente, volvió en sí.

Tiempo después, tras hacerle una revisión médica, no encontraron ninguna anomalía, sólo parecía tener cierta somnolencia y algunas dificultades de memoria, de modo que volvió a su vida sin especiales cambios.

Pero a los dos días, en medio de un día normal y rutinario «sentí el insaciable deseo de escuchar música de piano». Algo que nunca le había ocurrido, ya que jamás le había interesado el piano y lo que le gustaba era el rock. Comenzó a comprar compulsivamente discos de piano clásico y se enamoró especialmente de una grabación de Chopin por Vladimir Ashkenazy. «Sentía el deseo de interpretarlas, así que compré las partituras». Precisamente un conocido le pidió acoger un piano en su casa, de modo que todo pareció confabularse. Apenas sabía leer ninguna partitura ni tocar (algunas clases de niño que apenas recordaba) pero se lanzó con fuerza a aprender de forma autodidacta (al principio) y con un profesor (más adelante).

Y al poco comenzó a escuchar música en su cabeza, música propia. La primera vez en un sueño, pero al despertar seguía estando ahí. Y cada vez que se sentaba a tocar a Chopin, sus propias melodías acudían a su cabeza sin poder evitarlo «como si llegaran del cielo».

Se sentía como poseído, se levantaba todos los días a las 4 de la madrugada y se ponía a tocar hasta que tenía que ir al trabajo, y cuando regresaba volvía a tocar hasta muy entrada la noche, y casi no hacía nada más.

Esta pasión, esta inspiración, esta obsesión, nunca lo ha abandonado, llevándolo incluso a que su mujer pidiera el divorcio. Piensa que es la razón por la que volvió de la muerte y siente una plenitud en la que nada ha hecho mella. En el momento en que Sacks terminaba su libro, Cicoria acababa de dar su primer concierto en un taller de diez días para estudiantes de música, aficionados con talento y profesionales, con un repertorio mezcla de composiciones de Chopin y propias. Su interpretación y su historia electrizaron a todos los que participaron en el taller. Los profesionales presentes afirmaron que tocó con gran pasión y brío y, si no con un genio extraordinario, sí con una buena competencia, algo asombroso para alguien sin formación musical que había comenzado a los cuarenta y dos años.


Salimah M. tenía cuarenta y pocos años cuando tuvo que ser operada debido a un tumor cerebral. Tras la operación, Salimah, que siempre había sido una persona discreta y reservada, cambió totalmente y se volvió jovial, despreocupada, alegre y locuaz.

Además, ahora anhelaba escuchar música, ir a conciertos, comprar cds o escuchar la radio. Músicas que antes la dejaban indiferente ahora la dejaban extasiada o le hacían llorar.

«Después de la operación me sentí renacer. Cambió mi visión de la vida e hizo que agradeciera cada minuto de ella».


Grace M. tenía 55 años cuando comenzó a oír en su cabeza fragmentos de canciones. Compró una grabadora para grabarlas y hoy, tres años después, tiene más de tres mil fragmentos y, a partir de ellos, cuatro canciones completas al mes.

Nunca había tenido inclinaciones o talento musical, pero tras un viaje a Jordania e Israel que la estimuló psicológicamente su inclinación cambió completamente.


Eliza Bussey cuenta:

«Hace cuatro años, cuando tenía cincuenta, entré en una tienda de música, vi un arpa folclórica en el escaparate y dos horas más tarde salía de la tienda con ella. Aquel momento cambió mi vida. Todo mi mundo gira ahora en torno a la música y a escribir de música. Hace cuatro años no sabía leer ni una nota musical y ahora estudio arpa clásica en el Conservatorio Peabody de Baltimore.

Tocaba dos o tres horas al día (todo lo que el tiempo libre me permitía) y no puedo describir la dicha y el asombro de haber descubierto esto a mi edad. Me he dado cuenta, por ejemplo, de que mi cerebro y mis dedos intentan conectarse, formar nuevas sinapsis, cuando mi profesor me da la el Passacalle de Händel para que lo interprete.»


Ataques musicales.

Jon S. se encontraba trabajando en su oficina cuando de repente comenzó a oír una música «clásica, melódica, muy hermosa (…) un solo de violín.»

Lo siguiente que recuerda es que un médico de urgencias le hacía preguntas en una sala de urgencias del hospital donde al cabo de unas horas sufrió otro episodio alucinatorio y cuando volvió a ser consciente estaba en otra habitación. Había sufrido convulsiones epilépticas. Con medicación los ataques remitieron, y nunca ha podido reconocer qué música escuchó pero permanece atento por si algún día la oye en la radio o algún concierto.


Eric Markowitz es músico profesional y desarrolló un tumor en el cerebro que consideraron inoperable por su proximidad a las zonas del habla de lóbulo temporal. El tumor vino acompañado por ataques en los que «la música estalla en mi cabeza durante unos minutos. Me encanta la música: he construido mi carrera con ella de manera que es irónico que la música ahora me torture. Son tan reales que nunca sé si están sonando en mi cabeza o en un estéreo cercano. La melodía me resulta familiar, pero siento que no debo intentar profundizar en ella, porque tengo la sensación de que si lo hago quedaré atrapado para siempre en ese estado».


Miedo a la música

Un eminente crítico musical del siglo XIX llamado Nikonov sufrió un ataque epiléptico durante una representación de la ópera El profeta, de Meyerbeer. A partir de entonces se volvió más y más sensible a la música, hasta que, finalmente, cualquier música, por suave que fuera, le provocaba convulsiones. Tuvo que renunciar a lo que tanto lo apasionaba y evitar todo contacto con la música. Adquirió una auténtica fobia, un horror a la música.


En 2005 G.G. sufrió un ataque de encefalitis que lo dejó en coma, del cual salió con una fuerte amnesia. Un año después se recuperó pero seguía muy propenso a los ataques de epilepsia que se producían principalmente como respuesta al sonido, sobre todo a la música. Al tiempo, G.G. desarrolló una extraordinaria sensibilidad al sonido, siendo capaz de detectar algunos imposibles de percibir por el resto de personas. Su mundo auditivo era más vivo.

Para que la música le provoque un ataque tiene que estar llena de emociones, asociaciones y nostalgia y vienen precedidos de un estado de atención especial o escucha intensa involuntaria, estado a partir del cual ya no puede evadirse. La música es así, primero una experiencia emocional abrumadora y luego un ataque.

Música en el cerebro

Cindy Foster, pianista: «Durante muchos años he visto como, el día del concierto, el programa aparecía en el oído de mi mente in invitación ni esfuerzo. Ha resultado ser como un ensayo sin vestuario, y algo tan útil casi como tocar las piezas. Es como si mi mente hubiera llevado a cabo el trabajo de preparación sin esfuerzo ni órdenes conscientes».


Cierto compositor, durante una sesión de varias horas con el autor del libro, se excusó para ir al baño. Al volver dijo que había oído una canción en su cabeza, una canción popular de hace muchos años que al principio no identificó, aunque a continuación recordó que su primera frase era «sólo cinco minutos más». El doctor Sacks lo identificó como una insinuación de su inconsciente y sólo le robó cinco minutos más.


El doctor Theodor Reik escribe acerca de las melodías que aparecen en las sesiones de psicoanálisis: «Las melodías que rondan por la mente podrían dar al analista una clave de la vida secreta de las emociones que vive cada uno de nosotros (…) En ese canto interior, la voz de un yo desconocido transmite no sólo estados de ánimo e impulsos pasajeros, sino a veces un deseo reprimido o rechazado, un anhelo y una pulsión que no nos gusta admitir.»


«Y de repente, oyes una canción en tu cabeza o, como saliendo de ninguna parte, sientes ansias de jugar al tenis. Las cosas a veces nos llegan así».


Gusanos cerebrales

Nick Younes se obsesinó con la canción «Love and Marriage» interpretada por Frank Sinatra. Quedó atrapado dentro del tempo de la canción y no se le fue de la cabeza durante diez días. Con tanta repetición pronto perdió su encanto y su significado. Interfería con sus pensamientos y su sosiego, intentó detenerla de muchas maneras sin éxito.  Finalmente desapareció, pero mientras contaba la historia regresó y siguió asediándole durante varias horas.


En el relato de Mark Twain «Una pesadilla literaria», el narrador queda atrapado en una «rima con tonadilla».

Al instante se apoderaron de mí completamente. Durante todo el desayuno danzaron por mi cerebro (…) Les planté cara durante una hora, pero no sirvió de nada. Mi cabeza seguía tarareando (…) Me fui al centro, y al poco descubrí que mis pies llevaban el ritmo de esa implacable tonadilla (…) La estuve repitiendo toda la noche, me fui a la cama, di vueltas, y la canturreé toda la noche.»

Dos días después el narrador se encuentra con un viejo amigo, cura protestante, a quien, sin darse cuenta, le contagia la tonadilla: el pastor, a su vez infecta a toda la congregación.

Alucinaciones musicales

Sheryl C., de setenta años, estaba perdiendo la audición y comenzó a tratarse con prednisona. Una noche, al octavo día de tratamiento, la despertaron unos horribles ruidos, como tranvías o repique de campanas, algo tan fuerte que quería salir de casa. Al rato se dio cuenta de que el ruido estaba en su cabeza y de que por primera vez en su vida estaba teniendo una alucinación. Al rato el ruido fue reemplazado por música.

Cambió de tratamiento pero las alucinaciones no desaparecieron, seguía sonando especialmente alta y sólo se detenía cuando estaba intelectulamente inmersa en otra cosa, como una conversación o una partida de cartas.

Sheryl decidió operarse con un implante coclear, y corrigió su sordera, pero no desaparecieron las alucinaciones musicales, simplemente poco a poco fue entablando una relación amigable con ellas. Pero el mayor inconveniente fue que ya no disfrutaba de la música, que se había vuelto tosca, porque apenas podía detectar sus intervalos tonales.


Dwight Mamlok empezó a sufrir alucinaciones musicales en los viajes en avión, pero poco a poco fue sufriéndolas más frecuentemente hasta impedirle literalmente dormir por la noche.

El señor Mamlok era un hombre culto e inteligente, le gustaba Schoemberg, y se quejaba de que la música de sus alucinaciones era «tonal» y «sensiblera».

Cinco años después, aun continuaba con la música en su cabeza pero, como la señorita Sheryl C., había aprendido a vivir con ella. Ha descubierto que el mejor remedio es escuchar música de verdad que, en su caso desplaza las alucinaciones, al menos durante un rato.

Sentido y sensibilidad

Gerry Marks creció sin música, sus padres no tenían ningún interés ni recibió ninguna formación. Tenía el oído de un pedrusco, era incapaz de entonar ninguna melodía ni distinguía si algo estaba afinado, aunque era brillante y precoz en otros aspectos.

Pero a los catorce años comenzó a interesarse por la acústica. Leyó sobre las cuerdas al vibrar y para experimentar pidió una guitarra a sus padres. Pronto aprendió a tocar solo, los sonidos de la guitarra y la sensación de pulsar las cuerdas lo entusiasmaban. Al llegar a la universidad, Gerry escogió música como asignatura principal y se ganaba la vida dando clases de guitarra y banjo. Esta pasión por la música ha sido fundamental en su vida desde entonces.

Amusia y Disarmonía

Florence Foster Jenkins, una soprano de coloratura que en su época llenaba el Carnegie Hall, se consideraba una gran cantante y acometía las arias de ópera más difíciles, arias que precisaban un tono absoluto y una extraordinaria amplitud vocal. Pero cantaba notas horrorosamente equivocadas, desafinadas, incluso chirriantes sin (al parecer) darse cuenta. Su sentido del ritmo también era terrible aunque el público seguía acudiendo en tropel a sus conciertos, que siempre eran muy teatrales y con muchos cambios de vestuario. Si tenía tantos fans a pesar de su falta de musicalidad o debido a ello, es algo que no está claro.


El famoso escritor Vladimir Nabokov escribió lo siguiente:

«La música, lamento decirlo, me afecta simplemente como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes (…) El piano de cola y todos los demás instrumentos me aburren en pequeñas dosis y me torturan en dosis grandes.»

Dimitri, el hijo de Nabokov, comentaba que su padre era incapaz de reconocer ninguna música


D.L. es una mujer de setenta y dos años que, procediendo de una familia muy musical, nunca ha «oído» música aunque puede oír, reconocer, recordar y disfrutar de los demás sonidos y del habla sin dificultad. De niña no sabía a qué se referían los demás con «cantar». Y nunca sabía reconocer ninguna pieza que no tuviera letra. Y era incapaz de decir si una nota era más alta o baja que otra. Sin embargo tenía sentido del ritmo y era capaz de bailar claqué. Cuando le preguntan qué oye cuando ponen música, ella responde: «Lo mismo que oiría si estuviera en la cocina y tirara todas las sartenes y ollas al suelo».


Carleen Franz cuenta su caso:

Cuando escucho música (…) experimento dolor. (…) Tengo la misma sensación cuando oigo llorar a un niño. (…) No tengo ni idea de lo que es oír una orquesta o una sinfonía. Soy incapaz de dar el tono ni de decir si un tono es más bajo que otro. Nunca he podido comprender porqué alguien puede querer comprar un CD o ir a un concierto. (…) La asociación de emoción y música es para mí un misterio.(…) Leer sobre la amusia me ha hecho pensar que quizá me estoy perdiendo algo.

El oído absoluto

Al entomólogo finlandés Olav Sotovalta, experto en los sonidos de los insectos en vuelo, le ayudó enormemente tener un tono absoluto, pues la nota de un insecto en vuelo es producida por la frecuencia del batido de sus alas. No contento con esta notación musical, Sotovalta era capaz de calcular frecuencias muy exactas solo oyéndolas. La nota que emite la polilla Plusia gamma se aproxima a un Do sostenido grave.


Mozart, a los siete años, al comparar su violín con el de su amigo Schactner, dijo: «Si no has cambiado la afinación de tu violín desde la última vez que lo toqué, está la mitad de un cuarto de tono más bajo que el mío.»


Diana Dauscht, afinadora de pianos. «Recuerdo perfectamente mi estupefacción a los cuatro años al descubrir que, cuando tocaba una nota al piano, los demás tenían que mirar qué tecla era para identificarla. Es como si para reconocer un color hubiera que compararlo con otros para identificarlo, así de raro nos parece que los demás no tengan oído absoluto.»


Marc Damasheck, afinador de pianos: «Desde los cuatro años sé que tengo oído absoluto. Puedo reconocer cualquier nota del teclado sin mirarla. Pero me ha sorprendido e inquietado comprobar que la afinación que percibo se ha desplazado de manera ascendente. Ahora, cuando oigo una pieza grabada o una interpretación en vivo, mi intuición de qué nota están tocando es siempre absurdamente alta.»


Y hasta aquí una ínfima recopilación de casos sobre estados musicales alterados. En libro encontraréis muchos más y explicaciones a estos fenómenos y a otros como:

  • Los savants musicales
  • Música y ceguera
  • Música y sinestesia
  • Música y amnesia
  • Afasia y terapia musical
  • Discinesia y salmodia
  • Música y síndrome de Tourette
  • Ritmo y movimiento
  • Enfermedad de Parkinson y terapia musical
  • Dedos fantasma: el caso del pianista con un solo brazo
  • Distonía de músico
  • Sueños musicales
  • Seducción e indiferencia
  • Música, locura y melancolía
  • Música y emoción
  • Música y los lóbulos temporales
  • El síndrome de Williams
  • Demencia y terapia musical.
Musicofilia, Relatos de música y cerebro

Musicofilia:

Relatos de la música y el cerebro.

Oliver Sacks

Imagen principal: Wuhuiru55